Al negro lo conocí en una residencia estudiantil. No voy a decir que era un negro hermoso porque solo era negro y con eso bastó para que me atrajera. Crecí en una ciudad que esta llena de gente “pardita”, pero personas de color chocolate con labios gruesos y motitas, casi no hay. Y estar cerca de este tipo con esa chispa maravillosa, ese humor exquisito y además con una apariencia diferente a todo lo que conocía, fue suficiente para encandilarme. ¿Cómo no sentirse atraída cuando imaginas lo suaves y acolchonados que son los besos con esa getita carnosa? Y ni hablar cuando haces un paneo visual por su cuerpo y te percatas que el tipo es grande. Que tiene muslos gruesos y probablemente una cola mas redonda que la tuya. Y para completar el encantamiento, el morocho habla lindo, con voz que puede ser perfectamente de locutor, simpático hasta el hartazgo, y atiborrado de un vocabulario elaborado y una tonada cadenciosa. ¡¡Chau!! Fui cayendo rendida ante ese seductor nada elaborado. Y seguramente fui obvia cuando con mis juegos de conquista esos en los que ataco como si lo detestara pero lo miro casi gritando, ¡como me provocás!
Fue una noche de sábado, rondando las 22:00 cuando estábamos cenando en la gran mesa del comedor y charlando de la vida los únicos seis que no habíamos huido a nuestras respectivas ciudades natales.
- Que noche aburrida- dijo él.
- Yo no entiendo- dije yo- somos unos cuantos. Podríamos salir a bailar o algo. Porque vamos a quedarnos acá encerrados.
- Bueno, salgamos- respondió mirándome.
- Si vamos- dije, mirando al resto.
Fue un alivio que otros tres también tuvieran ganas de salir. Porque la cita quería ser implícita y no directa. Arrancamos a una discoteca, sin vueltas innecesarias ni mucho
apronte.
En determinado momento terminamos bailando los dos, como si no existiera nadie más. Resultó ser un gran bailarín, talento que terminó de conquistarme. Y a el lo sedujo mi risita nerviosa que no paraba de escapárseme en cada conversación que teníamos. No hubo besos en la discoteca. No queríamos preguntas, ni sonrisas maliciosas de los chicos que nos acompañaban.
Cuando llegamos a la residencia ambos fuimos dejando que el resto empezara a retirarse rumbo a sus dormitorios y terminamos quedando solos. Seguimos conversando un buen rato más en la azotea de la casa.
- ¿Y entonces? ¿Te gusta Montevideo? – le pregunté en medio de uno de esos silencios que son preámbulo de los primeros besos.
- No- dijo mirándome directo a los ojos.
- ¿Por qué?- mi mirada no resistió la insistencia de la suya.
- Porque extraño mi casa, a mi madre, a mis amigos. ¿Vos ya te acostumbraste?
- Si, porque hice amigas acá. He intenté por todos los medios, llenar mis horas de actividades. Y estando ocupada no extr….- no me dejó terminar la frase.
Su boca llenó la mía. No me resistí, nunca pude resistirme a los besos robados.
Durante un mes aproximadamente estuvimos encontrándonos a escondidas cada vez que el resto de la gente de la casa desaparecía. Los besos y caricias se iban volviendo cada vez más intensos, cada vez más íntimos. Era yo la que interrumpía en seco los encuentros cada vez que me daba cuenta que el próximo beso significaría arrancarnos toda la ropa. A mis veinte años todavía no había tenido sexo y moría de ganas pero también de miedo.
Tuvo la sensibilidad necesaria como para percibir que mi virginidad no podía ser arrebatada, sino que debía dársela yo. Daniel simplemente se dedicó a esperar mi decisión.
Llegó el día en que no aguanté más y me convencí de estar enamorada. Que mi encuentro con el no era solo coger, sino un acto lleno de “amor” y que él también me “amaba”; eran las condiciones fundamentales para olvidarme del miedo a que doliera, a un embarazo no deseado, o al juicio de “mamá”.
Hubo varios intentos frustrados, yo me cerraba a sus avances, dudaba que ese cilindro rosado y brillante pudiera entrar en mí cuando incluso los dedos entraban tan ajustado. El se sentó en una silla con la espalda recostada al respaldo y frotándose la verga con los restos de mi saliva me dijo:
- No tengas miedo, metela despacio adentro tuyo, vos decidís cuándo seguir y cuando parar.
Así fue, apoyé la cabecita en la entrada de mi sexo apretado, y la acomodé con mi mano mientras de a poco bajaba mis caderas, sintiendo la carne desgarrarse en mi interior, sintiendo como el ardor se transformaba en llenura. Esa vez el placer no fue físico, fue emocional. El acto duró pocos minutos, ni siquiera puedo recordarlo bien, pero quedaron dos marcas profundas de esa noche. La primera, mi sangre en su camiseta blanca señalaba el agónico fin de la hipocresía pacata que controlaba mi vida. La segunda marca la más fundamental, mi inicio en un sutil acto de poder, yo sobre él introduciéndolo, tomando decisión, percibiendo, conduciendo mi propio dolor y placer. Así nacía al mundo erótico, aprendiendo desde el primer paso a encontrar mis límites para poder transgredirlos cada vez un poco más.
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